viernes, 19 de agosto de 2016

Niños grandes, problemas grandes. ( Capitulo 1)



   Recuerdo que cuando los muchachos eran bebés aquello era un sinvivir, que si ahora tienen mocos, que si ganaron unas décimas de fiebre como en las olimpiadas, que si se le sale el mondongo del pañal, que si no echa bien los gases, que si se ha quedado frío el biberón, que si la temperatura del agua de la bañera, que si no duerme, que si por qué llora ahora, que si le da el sol, que si llueve y no podemos salir de paseo, qué es eso que se ha metido en la boca, que si ya gatea, pero que coscorrón se ha dado contra la esquina de la mesa, que si ya anda y se acabó la paz si es que alguna vez la hubo, que si vas a tener un hermanito ¡ qué bien!, aún cuando el primero nos estaba dejando derrengados, hechos cisco, fosfatina. Ser padre era lo más parecido a la esclavitud, pero sin gospel.

En los pocos momentos de asueto que teníamos, nuestro tema de conversación recreaba las mejores jugadas de la paternidad. Es decir, que nos pasábamos todo el día hablando de nuestra experiencia paternil. Me imagino que  por aquella época para nuestros amigos sin hijos aquello debía ser peor  o por lo menos comparable a tragarse el video de una boda, con sus albumes de fotos consiguientes, con la típica escusa de veniros un dia por casa a tomar una cerveza  Un coñazo, vaya.

  A medida que los muchachos se iban haciendo mayorcitos Campanilla y quien aquí divaga nos las prometíamos muy felices. Y en una de esas conversaciones distendidas con una diplomada en maternidad, una veterana de guerra doméstica, una legionaria de la familia, mi hermana Elena, comenté con alivio que empezábamos a salir del tunel, a disfrutar de un poco de paz y de tiempo libre para nosotros. Vamos, que me vine arriba. Dos minutos más de conversación y soy capaz de asegurar que en menos de dos meses vuelvo a ir de parranda con mis amigotes y que recupero mis erráticos hábitos de soltero. Afirmé, convencido del peso de mis palabras, que poco a poco se iban acabando los problemas.¡ Ja!

Elena se me quedó mirando con ese deje de piedad, misericordia y omnipotencia tan marca de la casa, tan desdeñosa, tan innata, tan qué me estás contando pequeña cucaracha, tan resabiada a fin de cuentas, con esa manera tan perfecta de enarcar la ceja, con esa perfección en la manera de arrugar los labios, con esa grandeza y precisión en el ángulo de giro de la cabeza, con esa capacidad para poner la barbilla a la altura justa  y enunció su sentencia con la misma precisión que Confucio cuando bajaba de la montaña después de meses de ayuno  y meditación: niños grandes, problemas grandes.

Al principio he de reconocer que como sentencia me pareció enigmática, no sé, exigua a la par que lacónica; ahora sé que la carga de profundidad que conllevaba era inabarcable.


Continuará.