domingo, 26 de julio de 2015

El descubrimiento de América




Lo que no mata engorda, decían, pero la frase tenía un sentido trágico. Las mismas ranas de colores chillones que se comían con delectación, podían matarles cuando en un despiste , sentados sobre la verde y traidora selva, le ponían por azar la mano encima. Lo mismo pasaba con alacranes, los jaguares, o los erizos de mar. Una pisada en falso podía suponer una infección letal o un manjar. Su conocimiento médico no alcanzaba ni a proporcionar el consuelo de los chamanes. Era paradójico. Los animales que les podían producir la muerte eran especialmente sabrosos. Ñam.

Ropa no llevaban ninguna, pero en contra de lo que pudiera pensarse, los cuerpos no eran inocentes. La lascivia era un concepto desconocido entre machos y hembras. Se mostraban indiferentes a unos pechos turgentes. No les excitaba el penetrante olor de una vagina, ni la turbadora fragancia de la testosterona. No practicaban la seducción. No jugaban a las miradas equívocas. Ni castigaban con silencios. Ni dejaban mensajes ni señas en los caminos con flagrante mensaje. Los roces de los cuerpos eran inevitables o inocentes, nunca había en ellos provocación, ni deseo, ni ansia. Sus cuerpos eran como los duraznos. Estaban siempre al alcance de la mano. Y ya está. Eso era todo.  Disfrutaban a su manera. Y parecían felices.

Luego descubrimos que en sus relaciones abundaba la sumisión, la dominación, el placer de causar dolor. Las diferencias en su estatus social entre ellos eran verdaderamente sutiles, y para entenderlas habría que fijarse en la capacidad para provocar la envidia o incitar a la venganza, cuyos desenlaces se resolvían con sangre y crimen. Ellos y ellas conocían los juegos de la crueldad y los practicaban sin rubor.  Conocían también el dolor de estar vivos, el instinto procreador, la carga de los hijos, el vínculo conyugal, las parafilias o el adulterio.

Esa gente desconocía el refinamiento de la seda teñida ascendiendo por una pantorrilla, o un talón en el momento de encajar con la horma de su ajaezado zapato, o el ala aleve de un leve abanico, o una cabeza coronada por su volátil sombrero, o un paseo en carruaje con sus briosos corceles y sus bruñidos atalajes, o la más elemental etiqueta de mesa con sus cubiertos, su vajilla, su cristalería, sus servilletas, sus lavamanos y su librea. Esa gente insertaba en sus lóbulos grandes aros, atravesaban sus labios con astillas largas y punzantes, laceraban sus piel con punciones que dejaban marcas geométricas o modo de cicatrices, ellos y ellas cubrían apenas alguna parte de sus arrogantes cuerpos con unas riestras de hojas a modo de faldas o taparrabos, comían sin ceremonia ninguna, de los frutos que la naturaleza ponía al alcance de sus manos, y no observaban ningún recato al sentarse, ni en sus conciliábulos, ni guardaban ninguna compostura, ninguna ceremonia ni rito aparente. Son gente espontánea en extremo. Lo que se dice, en el extenso sentido de la palabra, unos salvajes.

Se pasaban los días adivinando eclipses con gran exactitud, elaborando calendarios lunares y prediciendo la visita de cometas de perseverancia obsesiva. Cuando les hablábamos de un ser omnipotente que había creado el mundo en siete días se tronchaban de la risa, pero acabaron pasando por el aro. Vencieron la cruz, la espada y la viruela. En sus ratos libres, que eran los más, salían al mar en unos troncos hábilmente horadados que llamaban canoas. Luego se bañaban. Su afición al agua era antinatural, impropia de cristianos.

Eras seres grupales. En su unión radicaba su supervivencia. Cuando estaban juntos se les ofrecían ocasiones sin fin para que surgiera entre ellos la discordia, el enredo, la insidia, o la traición. Separados serían comidos al instante por la el hambre, las fieras y sus enemigos. La jerarquía de su organización social no conocía el mérito, sino la fuerza y el privilegio o la herencia. El cacique no aspiraba al bien común, pero a la aquiescencia de su poder y al beneficio de su clan. La tribu era sumisa y complaciente, mientras los días se sucedieran con monotonía y no escaseara el sustento. Los machos estaban siempre prestos para la guerra cuando el jefe los convocaba. Los muertos eran celebrados con grande boato y plañidos. A los guerreros que iban al combate sólo se les prometía honra y recuerdo eterno y aún así  caminaban sin titubeos hacia la muerte.

Llegábamos a su tierra cansados, en extremo sucios y malolientes tras largas semanas de travesía, penalidades, dudas y estrecheces. A nuestros marineros no les quedaba ya diente en la boca y las ropas eran puros andrajos. La disciplina había llegado a su límite. De haber demorado unos días la llegada a tierra nos habríamos amotinado por el simple placer de saciar nuestro afán de venganza con la cabeza del capitán.  A pesar de todo cuando llegamos a sus tierras en nuestros barcos, éramos plenamente conscientes de nuestra superioridad sobre aquellas gentes y dábamos muchas gracias a Dios por ello. Más allá de la apariencia física que nos igualaba, era como comparar dioses con animales.

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