jueves, 31 de julio de 2014

RESILIENCIA


Joer con la palabrita.  Se refiere a la capacidad de las personas para gestionar situaciones límite y superar los reveses de la vida misma.  Enseñar eso a un niño es dificilísimo y muy necesario. Sobre todo cuando ni siquiera son capaces de entender por qué la gente que quieren, que admiran, con la que conviven cada día, se comportan como lo hacen y les infringen daño, dolor, humillación, desdén, de manera innecesaria o gratuita.  Si no entiendes, si no asumes que otros te pueden clavar un puñal por la espalda, que tu aspecto o tu conducta pueda ser objeto de burla, que otros esperan tu error para echársete encima, si no aceptas que la iniquidad puede ser tan inofensiva, tan generalizada y tan molesta como los mosquitos en verano, es difícil superarlo.  En ello estamos, pero llevamos una temporadita...

El Agente Naranja está dejando de ser un niño . Siempre fue un muchacho fantasioso y a gusto con su mundo interior. El tío vivía en los mundos de yupi. A medida que se va haciendo mayor, se va desvaneciendo su mundo de fantasía, empieza a confrontarse con la realidad, a verla en toda su extensión y crudeza y la imagen que le devuelve el mundo, la que le llega, la que le afecta, no puede ser más decepcionante, agresiva y dolorosa.

Mismamente ayer, en el parque enfrente de casa, jugando un partido de fútbol con la pandilla de conveniencia y baratija, se burlaron de él porque se había metido un gol en propia puerta. Sacaron un córner. Él cubría el primer palo. Saltó. La pelota le golpeo en la cara. Me dolía la nariz. Y el portero no pudo hacer nada por evitarlo. Fue la gota que colmó el vaso de una tarde de bravuconadas y despropósitos. Y se le rompió el corazón.

Siempre me ha costado comunicarme con el Agente Naranja porque es de los que tragan los sinsabores, lo que no significa que los obvie y que no le afecten. Significa que los hace suyos y no los comparte conmigo, ni con nadie. Cuando subió del parque se veía a la legua que algo había pasado. Aparcó la bici, se quitó el casco y se vino a rondar por la cocina como perro apaleado. En cuánto le pregunté, se vino abajo y se puso a llorar. Me quedé desconcertado, aunque debía estar contento porque es un síntoma creo que positivo de que algo está cambiando. Me contó lo sucedido con pelos y señales. Cómo decirle que eso nos ha pasado a todos, que todos tenemos heridas ganadas en el patio de la escuela, marcas indelebles en el mapa de los oprobios, señales vergonzantes en el baúl de la desmemoria, que su padre aún recuerda con pelos y señales descomunales infamias.Cómo hacerle entender que nada le complace más al diablo que enredar por la pasillo de casa calzando nuestra propias zapatillas. Cómo enseñarle que jamás debe dejarse arrastrar por la derrota, la emulación, la venganza ni la vileza. Que debe preservar en lo posible la envidiable pureza de su espíritu. Que los que te atacan son los que más te envidian.  O que precisamente no hace daño el que quiere, sino el que puede, y hay que saber identificar sin género de dudas quienes son esos poderosos y por qué. Que todo, incluso lo doloroso, tiene su lado positivo. Como descubrimos cuando trataba de subirle el ánimo:

- No se de qué se reían. En realidad metiste un golazo. En la portería inadecuada, pero eso es lo de menos. Un córner, un salto por encima del defensa y en gol de cabeza, en caída y en escorzo. ¡Un golazo!. Te le digo yo.

El cambio de perspectiva consiguió sacarle un sonrisa entre tanto churrete y moco. Era cierto, pensó, ni Müller hubiera metido uno tan bueno en el mundial. Y en la misma cocina de sus pesares revivió para mi el salto mayúsculo, la inmarcesible suspensión en el aire, la lentisima caída hacia atrás, y el golpetazo del esférico sobre su maltrecha nariz. ¡¡¡¡GOOOOOOOL!!!!

Y si el cambio de perspectiva no funciona, siempre queda la posibilidad de darle un buen tortazo a uno de esos mentecatos. Será por niños.