domingo, 29 de diciembre de 2013

Mamporros y confianza.



Cascarrabias´Kid y el Agente Naranja tienen sus cosas, como todos los hermanos, pero hasta ahora nunca se habían peleado violentamente, los intercambios de pareceres siempre habían sido más dialécticos que físicos. Hace unas semanas se ha roto la tendencia. Se canearon pero bien.

Reconstruyamos los hechos. Mientras Culo Gordo cocinaba ellos jugaban al parchis en el salón. Al parecer El Agente Naranja recogió el dado a toda prisa sin que a Cascarrabias´Kid le diera tiempo a ver el número y se quejó. Como la queja no podía ir más allá ( ya no había manera de probar si el número que había dicho el primero era ése y ya había movido en el tablero), Cascarrabias´ Kid tiró el dado de manera que su hermano tampoco pudiera ver el número y claro, El Agente Naranja protestó y se negó a seguir jugando. Lo demás es todo un poco confuso pero conociendo a los artistas, me puedo imaginar que Cascarrabias´Kid continuó calentando la cabeza a su hermano con algún comentario poco afortunado y éste la arrojó el dado con no poco rencor, el mayor hizo ademán de pegarle y el pequeño lo esquivó y se lo devolvió. Cuando llegué al salón, tres décimas de segundo más tarde, ya había habido un veloz intercambio de patadas y puñetazos y habían cesado las hostilidades físicas y verbales, no así las ambientales. En el salón permanecía un penetrante tufo a "Eau de Caín": el perfume. Eso y la oreja. Cascarrabias´Kid tenía la oreja descomunalmente hinchada del puñetazo que le había largado su hermano a las primera de cambio. 

Intenté enterarme de lo que había pasado y les llamé a la cocina por separado para que cada uno me contará su versión.

- Mentira- se oyó en el salón mientras el otro desgranaba los hechos según su visión.

Si algo me quedó claro es que lo que más había salido dañado de aquella trifulca- además de la gigantesca oreja- fue el amor propio de ambos y la certeza de que los dos eran plena y dolorosamente conscientes de que algo inexpresable se había roto definitivamente en su relación filial. Nada volvería a ser como antes. Habían traspasado un umbral que les conducía a lo desconocido y que sentaba las bases de una nueva relación entre ellos. La sensación era que estaban tan arrepentidos como disgustados.

A un padre no les gusta ver a sus hijos pegándose.( ¿¡ porque no nos gusta, verdad!?). Sin embargo, de manera excepcional, yo estaba satisfecho de que el pequeño Agente Naranja por fin le hubiera marcado los límites a su hermano mayor. Era necesario. Al menos estaba convencido en ese momento. Pero esa misma semana me di cuenta de mi grave error. Mi diagnóstico no podía ser más errado. Porque esa misma semana el pequeño volvió a canear a su hermano. ¡Menuda afición!

Estaban jugando en el parque junto con otros compañeros del equipo de rugby y el mayor hacía uso y abuso de su fuerza física para mantener la posesión de la pelota. Estas cosas no suelen tener buen desenlace y acaban despertando la agresividad de todos los participantes. En un momento dado que los dos hermanos pujaban por la pelota, el pequeño Agente Naranja se desatendió de la pelota y le soltó una buena colleja a su hermano. Afortunadamente estaba lo suficientemente cerca para que parara ahí la cosa física, porque la agresión verbal no hubo manera de cortarla y no fue precisamente edificante escucharla. 

El pequeño alegaba haber actuado en legítima defensa, porque su hermano le había mordido. 

Si alguna vez había albergado alguna duda, ésta estaba ahoradefinitivamente despejada. A los padres no nos gusta nada ver a nuestros hijos pegándose. Por lo menos la segunda vez. 

Cuando lo del parchis les había manifestado mi tristeza porque hubieran dirimido a mamporros sus diferencias y traté creo que con éxito de que se sintieran avergonzados por ello, más allá de quien de los dos tuviera la razón. Pero en esta ocasión los dos esperaban que impartiera justicia. ¡Me cagüén la leche! A priori el culpable era el mayor, por morder a su hermano y le castigué por ello. Pero luego resultó que no.  El mayor aseguraba que era mentira y se negaba por ello a acatar el castigo. La actitud de su hermano era mientras tanto ciertamente sospechosa.  

- ¿ Es verdad que te mordió tu hermano?
- Sí.
-¡Mentira!
- Pero lo intentó.
- Mentira. Eso es mentira- dijo el mayor y pudieron escuchar los vecinos a tres kilómetros a la redonda.

Vaya, vaya, vaya. O sea que primero afirmaba que le había mordido y luego confesaba que sólo lo había intentado. Olía mal. Y yo no soy Salomón. Me puse serio y le pregunté al mayor si había intentado morder a su hermano y aseguró categóricamente que no. En ese caso, y aún albergando dudas razonables, tuve que dar por buena su respuesta y determinar que era el Agente Naranja quien se había equivocado y quien debía disculparse antes su hermano.  Se negó en redondo. Seguía convencido de que había intentado morderle.

- Si tu hermano me dice que no lo hizo, tengo que creerle. Si él dice que no lo hizo, yo debo creerlo y tú debes creerlo también.

- Pero si miente.

- Si miente el problema es suyo y sólo suyo, primero porque no habrá hecho lo correcto y segundo y más importante porque habrá dilapidado el tesoro más valioso que tenemos las personas, la confianza, el crédito, el valor de nuestra palabra. 

Porque todos en la vida mentimos. Mentimos en el trabajo, mentimos a la familia, a los amigos, a la pareja, a los hijos y, sobre todo, nos mentimos a nosotros mismos con todo éxito, pero hay ocasiones en las que las personas debemos saber que no debemos mentir, que podemos habernos equivocado, que podemos haber actuado mal y con nuestra actuación haber causado mal o perjuicio a otros, en esas ocasiones bajo ningún concepto debemos abdicar de nuestras responsabilidades, por más duras que sean las consecuencias. Si somos capaces de mantener ese criterio a lo largo de nuestra vida seremos personas dignas de confianza. Que la gente reconozca el valor de tu palabra, que sepan que vas a decir lo correcto aunque vaya en contra de tus propios intereses marca la diferencia entra las personas y los personajes. Todos son necesarios en el gran teatro del mundo, pero a la hora de la verdad son las personas quienes marcan la diferencia. 

( ¿ Habrán aprendido la lección?)



lunes, 9 de diciembre de 2013

Cuándo se come aquí?

La historia tiene un movimiento circular, siempre acaba volviendo.  En mi tierna adolescencia me abrí al mundo de la música y de las artes de la mano de Siniestro Total. Qué mejor grupo para tan solemne iniciación. Me sabía sus canciones de memoria y mis libretas y cuadernos de instituto recogían sus profundas y atinadas sentencias filosóficas y su exquisita estética punk. Tampoco me perdía ninguno de sus conciertos. No puedo decir que escuchara sus discos, porque yo era más de cinta de cromo, de las que se rebobinaban con el boli, pero las cintas, que las tenía todas, las escuchaba hasta que se deshilachaban. Aún conservo muchas de ellas, pero ahora la dificultad reside en encontrar el aparato tecnológico adecuado para poder volver a escucharlas. En esto el tiempo y la historia también son circulares: cuando había vinilos yo no tenía dinero para un tocadiscos y ahora que quiero escuchar las cintas magnetofónicas no tengo magnetófono. Han pasado los años y me he recuperado del trauma: entre los regalos de boda había un tocadiscos y años más tarde, por mi cumpleaños, mi amigo Bili tuvo el tino de regalarme el vinilo que tantas tardes de gloria y alegría nos brindó. Aún es el día de hoy, cuando consigo quedarme sólo en casa que doy rienda suelta a la nostalgia y lo pincho a un volumen nada razonable.

Pero no era de esto de lo que quería hablar, o también. Porque, sarcasmos de la historia, la frase que da título al long play y que tan feliz me hizo en el pasado, se ha convertido en una frase recurrente en mi vida, pero con unas connotaciones radicalmente opuestas, vamos, una pesadilla. Para mis hijos empiezo a convertirme en ese que suele estar en la cocina y me tienen sometido a un tercer grado insoportable. No han entrado por la puerta y ya lo están preguntando, o se meten en la cocina y husmean entre mis tarteras, o preguntan por el menú, o critican su confección, o rechazan su contenido, o me apremian para que lo termine. ¡ Ante todo, mucha calma!, me defiendo, pero ellos erre que erre. Cualquier día bailarán sobre mi tumba.