viernes, 5 de agosto de 2011

Divino tesoro




Mi hermano y yo estuvimos año tras año pidiéndole a los Reyes Magos el Quimicefa hasta que lo conseguimos. Desde que tengo uso de razón sabía que lo nuestro era la química. El juego se nos quedó pequeño enseguida. A los dos meses ya nos sabíamos todos los experimentos de memoria y ya no quedaba ningún principio activo para seguir experimentando. Mi hermano era más hábil con las mezclas, yo con las fórmulas. Cuando descubrí la existencia de la "piedra filosofal" me volví loco. Fue entonces, a mis doce años, cuando empecé a frecuentar bibliotecas y archivos buscando bibliografía, rastreando la fórmula que nos permitiera transformar los metales vulgares en oro. Con anterioridad habíamos estado envenenando con potingues a todas las gallináceas del pueblo de mi madre, a ver si conseguíamos que alguna pusiera un huevo de oro. En aquella primera incursión en la química medieval nos faltaba base bibliográfica, de ahí la cadena de fracasos. También es verdad que las gallinas no aguantaban nada. Se nos morían enseguida y en el pueblo nos declararon "pueri non grati" - bueno, ellos decían directamente hijos de puta, pero en el agro andan escasos de latín- . La afición por la química y mi soltura con legajos y documentos tiene su lado útil. Desde que dejé la Universidad me he ganado la vida como eminente paleógrafo. Pero no adelantemos acontecimientos.

"Puer Aeternus", la eterna juventud. Esté fue el tercer hito en nuestro "curriculum vitae". En algun sitio leí la historia de Juan Ponce de León, de quien se dice, que haya por el mil quinientos y pico anduvo por tierras de Florida buscando la Fuente de la Eterna Juventud. "Hay que ser gilipollas", pensaba mi hermano," en habiendo una buen crisol y un hipsómetro quién necesita una fuente". Y dicho y hecho, nos pusimos manos a la obra. Por aquel entonces, debía tener ya unos quince años y unas buenas gafas de culo de botella, la química venía a importarme una mierda, pero cualquier escusa era buena para sumergirme horas y horas entre legajos y polvo que me provocaban unas ronchas de caballo, una conjuntivitis crónica y una asma de minero entre tanto polvo y tanta erudición. Tres años más tarde, ciego perdido y aquejado de silicosis, mi hermano me pusó dos probetas en la mano.

"La primera es el principio activo que mantiene joven el cuerpo. El segundo es el principio activo que mantiene joven el alma. Bébete la mitad de cada uno y pásamelos luego".

No atiné bien con las medidas y bebí más de uno de que de otro. A mi hermano no le sentó muy bien, pero la culpa era suya. Él sí estaba familiarizado con las medidas y conservaba una vista digna del mejor cubero del reino. Debería haber bebido él primero y dejarme el resto.

En fin, pasaron los años y yo seguí envejeciendo, madurando y ganando en sabiduría, mientras mi cuerpo se mantenía en la ruina ciega, tullida y asmática de los quince años, invadido por el acné, mientras mi hermano, que siguió desarrollando su cuerpo año tras año con toda normalidad, continuó manteniendo la mentalidad estúpida y bárbara propia de un adolescente, un teenager en el cuerpo de un venerable anciano: viste de una manera estrafalaría, como si no existieran los espejos, se peina de la manera más inverosímil, me quita los libros y los llenaba de pegatinas de grupos de rock, se encierra en su cuarto a escuchar música a todo volumen, se tira horas hablando por teléfono con sus amigos, pasea por la calle mirándose en los escaparates, se ríe de chistes estúpidos, es incapaz de beber sin compartir su cerveza con alguien, se ruboriza en cuanto una anciana le mira, los jubilados del parque con los que juega a la petanca flipan cuando los trata de colegas, frecuenta los parques para comprar estupefacientes, alterna por la noche, se emborracha, las resacas del día siguiente le hacen jurar que jamás volverá a beber, mantiene unas ideas sorprendentes sobre las cuestiones políticas, asegura que había que hacer el amor y no la guerra, se mata a pajas, compra chuches,lleva un yo-yo en el bolsillo, hace pompas con los chicles. Tenía una idea de si absolutamente alejada de la realidad.

Verdaderamente la juventud no era la arcadia que pensábamos.

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