domingo, 16 de junio de 2013

El Campo San Francisco I


La familia se mudó a Oviedo en el verano del 75. Acabó el curso, hicimos el petate y cruzamos el Pajares. Yo tenía 8 años y sigo siendo el menor de cinco hermanos. Oviedo era una ciudad hostil, grande y fría. En verano, sin amigos y viniendo de un pueblo donde me movía con absoluta libertad, no se puede decir que lo nuestro fuera amor a primera vista., al contrario, la primera impresión no pudo ser peor. La única perspectiva de que mejoraran algo las cosas era que empezara el curso, pero el verano se antojaba largo y sólo el Campo de San Francisco palió la soledad y el aburrimiento. El Campo de San Francisco es una mancha cuadragunlar y verde en el centro de los planos de la ciudad de Oviedo, nuestro Central Park, salvando las distancias. Era al único sitio que recuerde al que me dejaban ir sólo y ,claro, me agarré al clavo ardiendo. Salia del portal, cruzaba dos calles y tres semáforos, apenas dos cientos metros en total y ahí estaba yo, sólo con mis aires de palurdo, espiando niños, mamás y meriendas, sorprendido por la intensidad del verde y harto de la lluvia y la humedad.

 En la parte de arriba había una zona de juegos para niños. Había un fuerte de madera, a imagen de los del oeste amerícano, con ínfulas de laberinto y olor a orines, que todos los niños recorríamos haciendo equilibrios por encima de la tablas, con riesgo cierto para nuestra integridad y , sobre todo, para nuestra partes pudendas. Había también alguno de esos columpios de acero y toboganes donde todos los niños de laquella época rasgamos los pantalones con algún tornillo mal acoplado y furruñoso. En Oviedo, además, el columpio acababa rematado indefectiblemente en un gran charco de agua sucia. Había también una balancín con anillas, donde los mayores se ponían en pie, agarrados a los postes para balancear y, o te agarrabas con todas tus fuerzas, o salías despedido. Había por último un gira-gira o mini tío vivo donde, si no estabas muy ducho, tenías el mareo asegurado. Los columpios eran en general ciertamente novedosos y fantásticos... si tuvieras amigos para compartirlos... pero recuerdo que mis primeros contactos con los aborígenes fueron fríos y decepcionantes: me llamaban guaje y no entendía muchas de las cosas que decían con esa melodia cantarina y nueva para mis oídos. Hacer un amigo era una misión imposible, nos separaba un abismo cultural y el foráneo, yo, tenía todas la de salir perdiendo. Y lo peor era que cuando regresaba a casa me aseguraban que la pesadilla no era temporal, era para siempre.

El deseado comienzo del curso coincidió con la celebración de las Fiestas de San Mateo. En aquella época el Campo de San Francisco era el centro de las celebraciones festivas en la ciiudad. En la parte de arriba, pero debajo del parque infantil, en la zona que llaman de la Herradura, cercaban una parte del parque con una gran explanada y dentro las orquestas estelares montaban sus escenario y se celebraban los bailes de tergal y moñiga. El cercado era blanco y azul y todos los niños buscabamos las mejoras ranuras por todo su perímetro para espiar los bailes de los adultos que en realidad no nos interesaban absolutamente nada. También durante la semana de fiestas, en los días previos a la celebración del desfile del Día de América en Asturias, la ciudad y el parque más exactamente, se llenaban de grupos folclóricos de los lugares más remotos del planeta tierra, o al menos eso me parecía a mi. En mi memoria permanece indeleble la huella de unas majorettes francesas que faldas muy breves y bastones muy largos que hacían volar acrobáticamente, a una altura celestial, mientras giraban en la tierra varias veces antes de recogerlos milagrosamente sin que se cayeran el suelo, otros franceses ataviados con boinas y pieles de animales que se desplazaban en zancos sobre los que bailaban con gran habilidad, y, esto era muy muy "heavy", unos turcos de Turquía que danzaban temerariamente con descomunales y afiladísimas zimitarras y después de cada exhibición se pasaban la mercromina de mano en mano para curarse las heridas.

Indudablemente la perspectiva sobre la ciudad y sobre mi verdadero hogar por aquellas fechas: el parque, habían empezado a mejorar sensiblemente.


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