lunes, 11 de julio de 2011

Teletransportacion



Mi licencié en física por la Universidad de Oviedo. La física no tiene mucho tirón en el mundo laboral y yo nunca he sido muy emprendedor, por eso decidí prolongar mi vida académica "ad aeternum" o , por lo menos, el tiempo que durara mi tesis doctoral. Luego me marché a hacer el postdoc a la Universidad de Bochum. Allí me metieron en un departamento que investigaba sobre teletransportación; ya saben, eso que sale en las pelis de ciencia ficción que ahora estás aquí, das a un botón y viajas en el espacio de manera inmediata, sin importar la distancia y sin emplear aparentemente medio de transporte alguno. ¡Joer, me dije, estos están todos tarados, esto es lo mío! Para mi sopresa la teletransportacion tiene una base teórica de lo más sólida pero sin grandes resultados prácticos, como la filosofía, que enuncia la felicidad pero es incapaz de invocarla. El tema me interesó desde el primer momento y entre la panda chiflados, algún ingeniero mecánico que se sumó al grupo, dos matemáticos más y las habilidades de un hacker, fuimos desarrollando una máquina capaz de teletransportar los objetos. Los fracasos se concatenaron uno detrás de otro. Ya ni los contábamos, tampoco tomábamos notas. Mal hecho. Cuando por fin vimos un poco de luz y quisimos publicarlo en la revista "nature" la mitad del artículo lo tuvimos que inventar y la otra mitad confiarlo a nuestra memoria. En fin, un desastre. Los de la revista "nature" y el mundo científico en general no dieron ningún crédito ni a nuestro artículo ni a nuestro éxito. No me extraña. Estaba redactado con el culo.

La primera vez que lo conseguimos, casi me meo encima. Lo habíamos probado con todo tipo de objetos: ¿ qué vamos a achicharrar hoy?, nos decíamos, pero lo conseguimos con un trozo de tela. Pasó de un lado de la máquina al otro lado de la máquina sin que mediara contacto físico entre un estado y otro, movimos un objeto de un lugar a otro molécula a molécula. 15 centímetros de gloria. El trapo, al otro lado, era exactamente igual al que había partido del otro lado del experimento, quizás mantenía cierta rigidez, como un toalla que se nos ha caido al mar y al secarse mantiene la rididez de pergamino por el salitre.

El segundo objeto que conseguimos teletransportar fue una barrita de aluminio. Fue un hito por la dureza del objeto. No era acero, de acuerdo, pero era lo suficientemente rígido y duro para suponer un paso más y no menor. El objeto que partió era rígido, el que llego parecía estrobado, las moleculas se habían expandido, habían aumentado de tamaño, la aguja mantenía la misma forma, el mismo tamaño, el mismo peso específico, pero había adquirido cierta maleabilidad, vamos, que se doblaba. Estábamos tan entusiasmado que nos pareció un detalle insignificanete, una bagatela. Lo omitimos en el artículo subsiguiente.

El primer ser vivo que teletransportamos fue un gusano. Aquello trajo una gran crisis en el seno del grupo, la mitad hubiera preferido que se hubiera probado con la mosca del vinagre, pero las moscas vuelan y podían poner en peligro la credibilidad del logro. La mosca del vinagre tiene un lugar señero en el mundo científico, pero no queríamos que se pusiera en tela de juicio el éxito del experimento alegando que el insecto volador bien había podido desplazarse autónomamente de un lado a otro. Natural. Los resultados obtenidos con el experimento del gusano nos costó mucho analizarlos. Aparentemente era el mismo gusano, pero ninguno de nosotros hablaba su idioma con corrección, si acaso, los más tiquismiquis, percibían una mayor palidez en la superficie del anélido. Dicícil de saber quién tenía razón.

En la universidad alemana llamaban a nuestro departamento la generación perdida, luego, cuando los gritos y los aullidos que salían de nuestro laboratorio por los éxitos cosechados, la casa de los orates o el mausoleo de los lunáticos, más tarde, cuando salió publicado el artículo en "nature", la gente al cruzarse por los pasillos sencillamente meneaba la cabeza sin compasión: éramos un caso perdido. Este tipo de cosas sólo pasarían en países como Alemania. A pesar de los pesares nunca, jamás, nos retiraron la financiación y cuando solicitamos un aumento de fondos - necesitábamos construir una máquina más grande- ¡joer!, nos lo dieron.

En la segunda máquina cabía un pepino. Lo desplazamos más de dos metros. La distancia, constatamos, no era un problema, por lo menos, calculamos, hasta 10 ó 15 metros, para más distancia deberíamos conseguir financiación para una máquina aún más grande. La consistencia de los objetos y su composición traían algún problema más. El pepino estaba aparentemente perfecto. Lo partimos y mantenía todas las propiedades, lo mandamos al laboratorio a que lo analizaran y los resultados fueron espectaculares- ¡ es un pepino!, ¡ so capullos! ¿ qué esperabais?- , nos espetaron cuando nos lo devolvieron. Luego nos lo comimos. El juguete estaba bien, pero nos cansaba un poco. En el fondo sabíamos que hasta que no lo probásemos con éxito con un animal superior, era marear la perdiz.

La tercera máquina la estrenó un mono. Luego lo intentamos con una vaca, pero no el entraba el culo en la máquina. Para adquirirla tuvimos que echar mano de la inestimable visión para los negocios del hacker. Luego nos cegó la ambición y la ansiedad. También sufrimos la chantaje del hacker. El muchacho se presentó voluntario para probar la máquina. Quería ser el primero, pasar a la historia, decía. Sus argumentos eran incontestables. La Historia debe estar todavía carcajeándose de él. No debimos hacerlo sin haber contrastado todos los resultados de los cientos y cientos de experimentos que habíamos realizado. Aparentemente el experimento fue también un éxito. El hacker que mandamos a la habitación de al lado era el mismo, la ropa tenía incluso los mismos lamparones, no le detectamos ni la rigidez de la tela, ni la maleabilidad del aluminio, si acaso sufría del mismo efecto que el pepino, que cuando lo probamos no tenía sabor. En algún lugar intermedio entre la estación de partida y la de destino, se habia quedado el alma, la memoria, los pensamientos... También comprobamos que la máquina podía llevarte al mismo sitio del que habías partido, o a cualquier otro tantas veces como quiseras, pero el viaje en sí era irreversible, no tenía vuelta atrás.

¡A ver qué le contamos ahora a los de la revista "nature"!

Libro recomendado: Roger Pensrose , "La nueva mente del emperador".