miércoles, 1 de diciembre de 2010

Contrabando



Sabían perfectamente lo que iban a buscar. Planearon la operación como en otras ocasiones. Las diferentes unidades de la Guardia Civil salieron de sus cuarteles a la hora que estimaron oportuna, pero confluyeron en la Cañada todos a la misma hora, con puntualidad británica. La llegada en vuelo rasante del helicóptero era la señal convenida. Al punto el poblado de chabolas se vio rodeado de guardias a caballo para impedir las fugas campo atraviesa y los jeeps con las unidades de élite tomaron el poblado en manada por cualquier camino o vereda practicable. Los secretarios judiciales en una tercera etapa levantaron acta de las montañas de cobre robado con cierta desgana, por pura formalidad y mostraban la misma ansiedad y nervisosismo por el éxito de la operación. Al poco tiempo, tras los primeros registros e interrogatorios, empezaron a aparecer afortunadamenten los primeros ejemplares: Ana Karenina, Luz de Agosto, Los Budeenbrook, Las Ilusiones Perdidas,La Sangre Ajena y otros.

El chivatazo que había desencadenado una operación de tal magnitud había sido muy preciso y tenía más visos de verosimilitud que en ocasiones anteriores. La operación se podía considerar un éxito. Las autoridades se habían incautado de casi mil ejemplares, algunos de títulos señeros y la mayoría en muy buen estado de conservación. Los habían encontrado en cámaras,j unto con los puros y las botellas de champán francés con las etiquetas desgastadas.

Los libros eran cada vez un material más escaso, peligroso y difícil de colocar en el mercado. Quienes traficaban con libros, lo sabían y eso hacía su posesión más valiosa y su valor más elevado. El cártel de los Charlines obstentaban desde hace meses la hegemonía en el mercado literario. Colocaban best-seller a mansalva y con sospechosa facilidad. Alguien dentro de la banda había tenido una idea brillante y se había apoyado en el clan de los senegaleses para sondear el mercado y colocar la mercancía. Quiénes mejor que los senegaleses, que se pateaban todos los días las zonas más escogidas de la ciudad tratando de vender sus baratijas y sus prendas falsificadas. Los morenos, de tanto insistir, acababan siendo personas conocidas y aceptadas, allá donde entraban, como algo cotidiano. Algunos les compraban alguna cosa, otros se los quitaban de encima con cajas destempladas, muchos les llamaban por su nombre y charlaban juntos amigablemente, pero sobre todo, unos y otros, hablaban en su presencia libremente sin ninguna cautela de cualquier tema y sin reparar en ellos. Nadie como los senegaleses conocían los intestinos de la ciudad, tenían información de todo tipo y del todo fiable y los charlines se valían de esa información para saber donde podrían robar nuevo género o quien andaba buscando este o ese otro título. Un confidente ocasional había puesto puso a la policía sobre la pista de lo que estaba ocurriendo y cómo.

Cuando salió al mercado el libro digital nadie sospechó lo que luego pasó. Fue aceptado como algo normal. Tenía que suceder. El mercado estaba lleno ya de tabletas, teléfonos multidisciplinares, ordenadores cada vez más portables y más pequeños. El mercado demanda nuevos accesorios, más nuevos, más planos, más pequeños y ahí se colaron los libros de pantalla plana, los libros digitales.

Al principio se traducían los libros clásicos al nuevo formato y aún se veía gente leyéndolos en el suburbano. Duró poco. La gente se pasaba los libros sin pasar por caja y tuvieron que asumir las instituciones públicas el digitalización de los libros sobre los que ya no pesaban los derechos de autor. Luego ya, ni eso. Al poco tiempo también la enésima crisis dejó a las administraciones públicas sin fondos para cultura y una evolución de la tecnólogía hacia dispositivos más reducidos y camuflados en la ropa y el aleinto, acabó condenando los contenidos a una literatura de abecedario, balbuceo y abreviatura.

Por aquel entonces hacía ya décadas que se habían dejado de editarse libros y las bibliotecas se habían donado en bloque a las fábricantes de biomasa, en las escuelas los alumnos pasaban curso si sabían encender y apagar un equipo eléctrico, si no se les colgaba el dispositivo o si sabían enchufar el cargador de la batería. Ahora la ropa es inteligente, pero no abriga, todo el ocio cabe en unas gafas que nos bombardean la vista pero no entretiene y en los hospitales también se ha dejado de curar, ahora los ciudadanos hemos sido declarados de usar y tirar. Cosas del progreso.

Entre tanta desolación y barbarie alguien un día recordó que antaño era posible pasarse una tarde en el más completo y absoluto silencio, sentado en un buen sillón de orejas y, con la sola y cálida compañía de un montón de páginas. Ya tenemos todos los elementos, una incipiente demanda, una escasa oferta y el creciente recelo de las autoridades. Verdaderamente debía haber algo subversivo en la búsqueda de un placer tan insano e improductivo, pero mientras haya tráfico de libros, habrá esperanza. Dadme una buena lectura y eregiré una civilización

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