martes, 14 de mayo de 2013

Anna Y Ernesto


Anna y Ernesto eran gemelos como nunca nadie lo había sido nunca ni quizás lo volvería a ser jamás. Anna y Ernesto no eran hermanos, descendientes de un mismo padre y de una misma madre, ni siquiera habían nacido en el mismo siglo o en el mismo país; Anna había nacido en Oostende, a finales del siglo XVI ,  en los años previos al sitio de la ciudad por Ambrosio de Spinola y los Tercios Españoles, en la que fue conocida como la Guerra de los Ochenta años. Ernesto sin embargo nació en España también a finales de un siglo, pero del siglo XX, en los años previos al ataque de los Torres Gemelas de New York y del final  y ocaso del sistema capitalista que comenzó con la quiebra de Lehman Brothers. A pesar de la diferencia de sexo, de la diferencia en el tiempo y en el espacio Anna y Ernesto eran dos ejemplares únicos en la Historia de la Humanidad. Eran sentimentalmente idénticos. Ante los mismos estímulos, sentían las mismas emociones y desarrollaban los mismos sentimientos. Sus emociones tenían la misma regulación homeostática, ante un suceso externo, sentían la misma emoción, las cartografías del mapa de sus cuerpos eran exactamente iguales y el cerebro elaboraba respuestas idénticas, en su flujo sanguineo corría la misma dosis de dopamina, serotonina, noradrenalina o acetilcolina, desde las mismas cédulas a los mismo órganos y su respuesta corporal elaboraba el mismo sentimiento. Puede parecer absurdo, pero es algo único y excepcional, porque los humanos, aún compartiendo los mismos órganos y sintiendo las mismas emociones de la misma manera, somos únicos en el posterior procesamiento y externalización de esos procesos: los sentimientos.

Alguien puede objetar que cómo pueden ser gemelos con esos condicionantes, si no compartían ADN, ni siglo, ni espacio. Los humanos somos incapaces de medir el tiempo más allá de nuestras propias dimensiones. En realidad, los cuatrocientos años de diferencia que separan el nacimiento de Anna y Ernesto, medido con la edad del cosmos, es infinitamente más corto que la distancia que media en una carrera de cien metros lisos, desde que el juez árbitro da la salida y suena el disparo.¿ O cuántos milésimas de fracción de año luz separan Oostende de Oviedo? Todo es relativo, pero ellos eran únicos midiese como se les midiese.

Delante de una jauría de lobos, ante la sensación de peligro, el cuerpo reacciona de varias maneras. Unos huyen, el miedo dispara la adrenalina y la mente prepara el cuerpo para la huída. La persona corre, tropieza, se golpea con las ramas, se clava una estaca en el costado que le produce una herida sangrante y profunda  y sigue huyendo sin caer, sin sintir dolor ni cansancio. O bien se queda paralizado, el pánico le bloquea y la impide optar por una respuesta más aconsejable ante la amenaza de los cánidos. O bien les planta cara y es capaz de domeñar la emoción, desoír la llamada del cuerpo que le pide que huya o vencer la paralisis que provoca el miedo y busca un palo a su alrededor con que defenderse o intenta encender un fuego o trepa al árbol más cercano, o piensa, porque lo ha leído en algún libro que es mayor el miedo del lobo al hombre y decide jugar esa baza con aplomo y sanfre fría.

Un hombre y una mujer que se conocen quedan a solas. Se conocen de antes y se caen bien. El hombre puede percibir los estrógenos y la progesterona presente en el cuerpo de ella y su sangre de manera automática y no premeditada comienza a saturarse de testosterona. La cosa puede acabar en la cama o en el confesionario. También puede acabar en una bofetada o en otra oportunidad perdida o en un proyecto de vida en común, plena y fascinante. También puede ser el principio de una gran amistad o de un malentendido.

Anna y Ernesto se aburrían igual, se reían de lo mismo, desobedecían de la misma manera, deseaban con la misma ambición, olvidaban las mismas ofensas y al mismo tiempo, gastaban el dinero con la misma prodigalidad o apreciaban la comida con el mismo deleite, decían las mismas mentiras, tenían las mismas pesadillas, se estremecían por los mismos motivos, suspiraban por los mismos pensamientos. Eran dos seres sentimentalmente indiferenciables.

Lo que la naturalza tan sorprendentemente habia creado vino a destruirlo el ambiente. Un año después del comienzo del sitio de su ciudad, la familia de Anna decidió abandonar Oostende. Anna ayudó a su padre y a sus hermanos a cargar sus enseres y posesiones en la carreta con la que pensaban viajar hasta la ciudad de Amberes aprovechando un alto el fuego pactado entre asediadores y asediados. Nada más atravesar las murallas de la ciudad, cuando más vulnerables eran, alguien en alguno de los dos bandos decidió romper la tregua y un los casquetes de un obus que estalló a su paso le golpearon la cabeza y le arrancaron una pierna. Anna era aún una adolescente a la puertas de la pubertad. Años más tarde aún seguía sintiendo dolor en al pierna ausente o le hubiera encantado poder dar satisfacción al picor que sentía en ese mismo espacio donde antes estaba su rodilla. La familia no le dio mayor importancia a las lesiones en la cabeza y se centraron en parar la hemorragia, pero las alteraciones, aunque no fueron irremediables, si fueron tan profundas como slenciosas. La metralla produjo una lesíón en la corteza prefrontal y con el traumatismo desapareció la magia que unía a Anna y a Ernesto. En Anna hubo alteraciones en la percepción de las emociones que afectaban a su comportamiento social, a su capacidad para seguir la convenciones sociales y a cumplir las normas. Anna seguía siendo una adolescente encantadora, siempre que no se contravinieran sus intereses o se tratase de poner barreras a sus deseos. Anna actuaba de acuerdo a sus propios impulsos, sin capacidad para valorar el mal o el daño que su acciones podían provocar o provocaban en el prójimo. Ernesto sin embargo, continúo desarrollándose de acuerdo a la norma social esperada, con capacidad para soportar la frustación, superar la angustia y edificar su felicidad sin recurrir al dolor ajeno. La maravilla apenas había durado doce años de la vida de ambos. Algo insignificante, cabría pensar, pero no por ello menos excepcional  y valioso.

Bien pensado, el destino de Ernesto fue aún más penoso que el de Anna. Milllones de años de evolución de la especie arrojados directamente a la basura. Al fin y al cabo el deterioro de Anna tenía un motivo fisiológico y respondía a una razón objetiva: un traumatismo provocado por la explosión de un obús y las secuelas subsiguientes. Lo de Ernesto en cierto modo podríamos también achacarlo a un hecho igualmente objetivo, pero quizás menos justificable. La conclusión de sus estudios coincidió con el desplome de la civilización tal y como había sido concebida hasta entonces. La relaciones econímicas, la organización del ser humano para asegurarse la propia subsistencia, las relaciones sociales, el pacto entre ciudadanos, famila, instituciones, poder, recursos y finanzas se vino abajo en un contexto dominado por la revolución tecnológica y digital. Ernesto, como tantos otros contemporáneos suyoes, se pasaba las horas del día delante de la pantalla de plasma de su terminal de comunicación. Su tiempo se consumía visionando historias que otros había pensado para él, deseando imágenes  a las que podía recurrir siempre que lo desaba, hasta que tampoco las imágenes consiguieron estimularle más, jugando partidas en juegos multidimensionales sin parar, que al principio le producían cierta emoción, cierto pálpito y cierta dilatación en la retina, en parte provocado por lo desconocido y por la novedad, pero que a la larga acababa convertiéndose en una rutina más, en cuanto dominaba los pormenores del juego, de cualquier juego, y asumía con la misma impasividad la victoria y la derrota. El apagón cerebral fue lento, pero continúo. Las relaciones humanas eran más frecuentes en las pantallas de plasma que en la vida tridimensional. No había interacción emocial entre la personas. No eran necesarias, no se percibían, no se veían. El sonrojo era una emoticono. La alegría tres signos en un teclado. La ironía era indetectable o malinterpretada. El silencio era la angustia de un visor en blanco o un aparato sin bateria. Para qué suspirar si no habría nadie al otro lado, para qué reir y sobre todo por qué. La vida es necesaria practicarla para que no se olvide, para que no desaparezcan los motivos, para que los sentimientos no dejen de ser nunca una respuesta, una necesidad y una estrategia profundamente humana.

Lectura recomendada.  Antonio Damasio. "En busca de Spinoza"

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