lunes, 28 de marzo de 2016

Del Cantábrico al Egeo

Aún no sé muy bien si todavía me gusta viajar, lo que sí sé es que no me gusta nada desplazarme. Se me pone mal cuerpo, duermo mal, me duele todo y pierdo lo que nunca en realidad llegué a tener: la paciencia. Hoy además el comienzo de nuestro viaje a Grecia salío torcido desde el primer momento. Ayer se me olvidó cambiar la hora del despertador y la mañana fue un puro sobresalto. Levantarse alterado, ducharse a la carrera, desayunar a disgusto y el taxi que nos llevaba a la estación para coger el autobús al aeropuerto llegó de milagro. Cuando llegamos al andén correspondiente, el autobús tenía ya las puertas cerradas y la marcha atrás metida. Por los pelos. Cuando salíamos, un caballero hizo señales al autobús para que parara de nuevo y el autobús se metío de nuevo en el hangar. Al parecer un imbécil se acababa de dejar un móvil olvidado en su taxi. Por cierto, era mi móvil.

No creo que sea un mal viajero. Todo buen viaje empieza con la lectura de algún buen libro y con el estudio detallado de alguna guía. Luego, cuando está uno metido de lleno en el ajo, tengo un buen sentido de la orientación, me organizo bien, suelo tomar las decisiones adecuadas, sé ordenar la prioridades a la hora de abordar los asuntos básicos de intendencia, logística o transporte y no tengo mayor problema para hacerme entender en cualquier sitio y en cualquier idioma de pastiche. Supongo que será una herencia de mis diez años de Boy Scout.

Venir a Grecia es como regresar al útero materno. Aquí está el origen de todo lo que somos. Junto con Roma y la Biblia. No juzgo, constato. Vengo con el prejuicio de que la realidad de la Grecia actual no se corresponde con la de la Magna Grecia pasada. Pero hay que reconocer que el contacto con los aborígenes en un primer momento no puede ser más cordial y satisfactorio, y se agradece, porque resulta un poco chocante caer en un país donde el alfabeto te resulta tan críptico y no entiendes nada. Reconozco también que la culpa no es de los griegos, es de nuestro sistema educativo, que jamás debió de perder un mínimo peso del estudio de las lenguas clásicas en el currículo: por lo que significan, por lo que les debemos, como cuartada para sumergirse en la cultura que nos parió.

A mi me hubiera gustado esta vez haber ido a Austria, pero en realidad eso no sería del todo viajar, es regresar a la que fue mi casa, cuyos paisajes me son queridos y cercanos, donde conservo amigos y afines, cuyo idioma me es suficientemente conocido y donde me muevo con facilidad.  Pero esta vez le tocaba elegir a Campanilla y su elección, poco a poco, ha ido calando.

Libro recomendado: Javier Reverte.  Corazón de Ulises.

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